Viñetas para la historia (XXXVIII). Adolf ni Tsugu. Bautismo de fuego

Si se hiciese una pregunta sobre la elección una historieta que narre hechos relacionados con el holocausto provocado por los nazis durante la II Guerra Mundial, a la gran mayoría de encuestados le vendría inmediatamente a la cabeza el autobiográfico Maus de Art Spiegelman, obra desarrollada en los años ochenta y merecedora de algunos de los premios más prestigiosos del mundo de la literatura y el cómic. La expectación generada por una obra de estas características, con una calidad narrativa lejos de toda duda y además producida en uno de los países que más simpatizan con la causa judía, ensombrece de manera evidente y relega a posiciones inferiores a cualquier otra obra que trate de acercarse al drama de una forma u otra.

En el caso de Adolf ni Tsugu, quizás la más importante de todas las historias cuyo argumento gira en torno a la guerra referida, editada un lustro antes del fallecimiento de su autor, Osamu Tezuka, el abanico de géneros y situaciones a los que se acerca en sus más de mil doscientas páginas y el punto de vista que el autor trata de reflejar, así como el lugar donde esta obra ve la luz por vez primera, hacen que las incuestionables referencias a la catástrofe judía puedan perderse en el olvido de una lectura pasajera y quién sabe si cargada a priori de prejuicios.

Una de las alusiones que más claramente reflejan la dramática situación vivida durante la guerra, es el duro pasaje que acaece hacia la mitad de la historia. Adolf Kauffmann, uno de los tres protagonistas que dan nombre a la obra, junto a otros compañeros de las Hitlerjugend son llevados a un bosque donde un coronel llamado Eichmann les exige una prueba de lealtad debido a que ninguno de ellos tiene sangre aria pura. Una serie de prisioneros judíos, entre los que se encuentra el padre de un antiguo compañero de juegos, han de ser asesinados para demostrar su compromiso con el partido. Kauffmann, que vacila ligeramente al enfrentarse al padre de su antiguo amigo, dispara varias veces contra su cuerpo y contra varios de los prisioneros, probando de esta forma el sabor de la muerte. Mientras vomita su ansiedad sobre las raíces de un árbol, el segundo del coronel le cuenta con tranquilidad lo habitual que es que un hombre tenga nauseas la primera vez que mata a un semejante. La escena termina con sus camaradas masacrando al resto de presos, los cuales quedan esparcidos por el suelo a la espera de que sus cadáveres sean depositados en un sanguinolento agujero a modo de improvisada fosa común. Es el bautismo de fuego de tres muchachos cuyas vidas ya jamás serán lo mismo.

Las nueve páginas que conforman la escena son un compendio de maestría gráfica y narrativa que aproximan de forma certera lo que es al mundo de la cultura esta obra del japonés Tezuka. El guión detalla con crueldad un detalle humano que se ha venido repitiendo a lo largo de la historia del mundo, independientemente de que aquí el trasfondo sea una guerra, y que no es otro que la simplicidad con que el hombre elige sobrevivir, adaptándose y moldeándose a cualquier entorno. En Japón, Adolf Kauffmann es un muchacho normal que juega sin prejuicios con el resto de niños. Una vez en Alemania, su entorno familiar le hará no cuestionarse las órdenes que comienza a recibir cuando ingresa en las juventudes hitlerianas hasta el punto de llegar a matar al padre de su mejor amigo sencillamente porque el resto también lo hace. No hay conflicto interno ni duda de algún tipo. Sólo los nervios de la primera vez. Los judíos, que se enfrentan a la muerte, ruegan en vano por sus vidas sin heroicidades. Tezuka, gracias a que no esconde detalles, deja completamente impactado a un lector que tal vez espera, cual escena de película de aventuras, algún atisbo de humanidad en unos actores que finalmente le hacen comprender su realidad en el mundo.

El trazo conciso y limpio de Osamu Tezuka se pone desde el principio al servicio de la secuencia. Se ofrecen aquellos detalles que dan la información necesaria y poco más. La narración es insuperable, con planos generales que dan información del entorno y dibujos directos que nos muestran las emociones en el rostro de los protagonistas. Pese al estilo casi caricaturesco de los personajes que aparecen durante toda la trayectoria del autor, se puede adivinar sin esfuerzo tragedia, resignación, inquietud o indiferencia en cada uno de los rostros representados, hasta el punto de que el lector se acaba mostrando identificado con los mismos. Toda una vida de trabajo que culmina en unas páginas espléndidas que rayan la excelencia y que muestran la genialidad de un artista magistral.

Adolf ni Tsugu es sin lugar a dudas una obra maestra que Osamu Tezuka construyó sobre secuencias como la aquí narrada. Un momento fascinante y épico que poco o nada tiene que envidiar de las mejores creaciones que el arte ha ido ofreciendo a lo largo de su historia y que en ningún caso debería dejar tras de sí siquiera un pequeño atisbo de indiferencia. Y es que en resumen, lo que aquí se nos muestra es la historia de la humanidad desde las emociones de personas que a buen seguro vivieron algo muy similar a lo aquí tratado.